Un cielo de lágrimas

8 de agosto
Adwinden (Austria) - Sopronkovesd (Hungría)
325 kms




Uno no descansa igual en lugar así. Hay mucha energía en el ambiente. No es negativa, más bien, creo que es serena... serena calma.

La señora que me ha dado habitación me da conversación mientras me sirve un magnífico desayuno. Me habla de moteros pamploneses que pasaron el día antes por su casa. Habla muy mal inglés, por eso nos entendemos perfectamente. Le cuento mi viaje, pero me da vergüenza decirle que quiero ir al campo de concentración. Es como si no fuera serio mezclar un viaje de placer con un lugar con tanta fuerza emocional. 
Pero se lo digo.
Me da mil explicaciones y me cuenta mil historias. Entre ellas la de un inquilino esloveno que va todos los años el 5 de mayo a su casa. Estuvo 8 meses en el campo cuando tenía 16 años. Hoy, con más de 80 es abogado y presidente de una comisión internacional relacionada con el asunto. Dice que, él, es feliz.

Me despido de tan encantadora anfitriona y arranco mi moto. El cielo está gris. Llueve mucho.
Siguiendo los más que correctos indicadores llego al crematorio, primero, al campo de concentración, después. Me quito el casco y me empapo de lluvia, o lágrimas. Definitivamente estoy en Mauthausen.






No me cobijo de la lluvia. Más bien me alegro de que no sea un día más alegre. Es como si uno no tuviera derecho, aquí, a quejarse de nada. Mucho menos de algo tan insignificante como la lluvia. 
Aunque las imágenes son las que cualquiera tiene en su memoria por películas o documentales, verlas en directo impresionan. Mucho. 
Hay recuerdos de algunos españoles. Hay rezos en mil idiomas. Hay dolor en cada detalle.








Como es temprano apenas hay gente. La visita, en solitario, es muy sobrecogedora. Hay fotografías muy ilustradoras. Allí mismo, donde están mis pies... bueno, es difícil imaginar los sentimientos que se han vivido allí hace no tantos años.
Definitivamente, sobran las palabras.































Uno sale muy tocado de un lugar así. Encontré una pista por la parte de atrás. En parte por buscar algo de aventura, en parte imaginando que algún día, tal vez, alguien escapara por aquella senda, me fui por allí.
Y decidí seguir por carreteras secundarias.
El cielo, aunque seguía plomizo, ya no lloraba. La señora de la casa, esta mañana, me dijo a qué hora dejaría de llover. Ha fallado por 10 minutos.
Es bonita la Austria rural. No la imaginaba así. Pueblos muy pequeños, muchos maizales y girasoles, lagos y tranquilidad, mucha tranquilidad.
Como curiosidad, en Austria hay mucha, pero que mucha, diferencia en el precio de la gasolina si se reposta en la autovía o en cualquier carretera secundaria. Además hay gasolina de 100 octanos... y eso ¿será mejor o peor?















Y entonces llega uno a Viena.
Lo de Viena es otra cosa. Qué ciudad tan chula, oiga. Tal y como la esperaba... o quizás más bonita todavía.
Como en cualquier ciudad que visito, tiro para el "centrum". Nunca falla. Además, siempre está cerca del río.
Los edificios son preciosos. Calles anchas, limpias. Todo muy noble, todo muy bien cuidado, da gusto pasear por estas calles. No hay mucho tráfico a pesar de que las aceras están llenas de turistas y extranjeros. Pero no es agobiante a pesar de ser agosto. A pesar de tanto extranjero, todos llevan cámara de fotos... me doy cuenta de que no hay inmigrantes en Viena y de que acabo de escribir muchos "a pesar" seguidos.
















Viena es una ciudad preciosa pero... pero es un poco impersonal. Salvo un señor que iba con su perro (o el perro con el señor, como Wilt, jaja) todo parece postizo. Hubiera estado bien que de algún palacio hubiera salido Sissi, por ejemplo; es como si un austriaco viene a la feria de abril, a los toros o a Ibiza y se encuentra a la duquesa de Alba, no?
Tendré que meditar al respecto.





Decido irme de Viena. Veo un lago en Hungría y me apetece pegarme un baño.
Vuelve a llover.

Y salgo de Austria.
Y llego a Hungría.

Y descubro que allí, aunque sea Europa, tienen moneda propia.
Y descubro que allí, aunque tengan moneda propia, se puede pagar en euros.

El campo se ve distinto. Parece más pobre. Se han terminado los pueblos llenos de flores que he estado viendo desde Francia. Del imperio austrohúngaro ya sé quién se quedó la mejor parte.

Encuentro un hotel muy chulo a las afueras de un pueblo. 15 €. Ni pregunto el nombre. La moto duerme rodeada de botellas de ginebra.
Salgo a dar una vuelta. Es un pueblo pequeño pero muy largo. Solo hay casas... esto es muy raro. Cualquier pueblo tiene al menos una iglesia y un bar, así que sigo la búsqueda aunque no estoy para misas. Lo encuentro y me hago fuerte.
Me llama la atención que un pueblo así tenga un bar con zona de no fumadores, como si no tuvieran cosas más importantes de qué preocuparse. Me gusta.
Sólo hay una chica en el bar. Por lo demás, como en todos los sitios, está el listo, el gordo, el graciosillo, el heavy... y hay preservativos en el servicio. Pobre chica.
Vuelvo hacia el hotel buscando, por la calle, una conexión wifi con el teléfono. Sólo hay una. Sin contraseña. Claro.
Mientras me hidrato con una cervecita llegan dos parejas de españoles. Creen que nadie les entiende y, lamentablemente, asisto a una conversación lamentable. Decido retirarme a mis aposentos con mi anonimato y mi dedo malo que sigue feo pero ya me duele mucho menos (ese Paco!!!!), gracias por preguntar.

Ha sido un gran día, raro, duro.
Quiere uno pensar que nunca más se van a repetir semejantes tropelías a la especie humana.
Ojalá.


Después de todo, no sé qué tiene Hungría pero me da muy buen rollo estar aquí.
Me hace muy feliz.